Los organillos llegaron a la Ciudad de México por primera vez en el siglo XIX, provenientes de Alemania.
Al principio, las polkas que reproducían encontraron un lugar en los salones de baile de las clases sociales altas y en los circos.
A principios del siglo XX, las polkas fueron sustituidas por boleros y música mexicana tradicional.
El aparato y sus operadores también hicieron una transición hacia las calles, las plazas, los parques y otros espacios públicos.
En la época dorada de los organilleros, a estos no solo se les permitía la entrada a teatros, cines y restaurantes, sino que incluso se les invitaba, su presencia era percibida como una experiencia grata y amena.
El tiempo pasó y la tecnología evolucionó, en la segunda mitad del siglo XX, el organillero se perdió entre las nuevas generaciones de mexicanos, que no solo estaban acostumbrados a escuchar música en formatos de alta calidad, sino que tampoco sentían cariño por las melodías que salían de los aparatos.
Corte al siglo XXI, de acuerdo con líderes de la Unión de Organilleros de México, actualmente hay más organilleros de los que ha habido en los últimos 30 años, sin embargo, ellos mismos admiten que cada vez se gana menos dinero.
La gente, en especial los jóvenes, parecen haber perdido la conexión con el característico sonido que emite este instrumento.
En una era en la que todos escuchan su propia música en alta definición, en sus audífonos, en cualquier parte, el organillero parece un aparato obsoleto.
A esto se suma el hecho de que, debido al costo del mantenimiento, la falta de conocimientos sobre la reparación y el uso excesivo, las melodías de los organillos suenan, con frecuencia, desafinadas.
La triste realidad de muchos operadores es que los comensales y peatones les pagan para irse a otro lado o dejar de tocar.
Sin embargo, hay toda una cultura y una economía detrás de estos artistas en peligro de extinción, por muchos años, los organillos, las técnicas y hasta las zonas de trabajo se han heredado de generación en generación.
Algunos de los organilleros más jóvenes aman el oficio y lo hacen por gusto, no por necesidad.
Pocos saben que se requiere de cierta destreza para tocar un organillo, ya que es indispensable que el movimiento a la manivela sea constante y también la velocidad adecuada varía, dependiendo de la canción.
Podrán gustar o no, pero no hay duda de que los organilleros de la CDMX son una parte indispensable y característica de la cultura y el paisaje sonoro.
Su continuidad depende de las propinas de la gente y ellos están dispuestos a seguir luchando para convencer a las nuevas generaciones de su valor.