Cuenta la leyenda que a la llegada de los españoles a Michoacán, después de la caída de Tenochtitlan, un capitán se enamoró de Eréndira, la hermosa hija de Tangaxoan, Rey de los purépechas; la raptó y la escondió en un precioso valle rodeado de montañas.
La princesa, erguida sobre una roca imploró a sus dioses del día y de la noche. Juriata y Járatanga, le enviaron un torrente de lágrimas con las que formó un gran lago al que se arrojó, convirtiéndola los hechiceros en sirena para que no muriera ahogada.
Desde entonces, por su gran belleza, al lago se le llamó Zirahuén, que en purépecha significa “espejo de los dioses”.
Dicen que la sirena aún vaga por esas aguas y que en las primera horas de la madrugada surge del fondo para encantar a los hombres malos, los ahoga y les arranca el corazón, colgando éstos en el borde de la balsa, en agravio de quienes no saben conquistar con amor y reniegan del curso de la historia.
Otra versión señala que fue Eréndira quien se enamoró de un gallardo hombre de un ejército enemigo al hallar en él las cualidades de su estirpe, pues merecería su amor quien fuera valiente y arrojado. Al enterarse, el rey prometió reconocerles el derecho de amarse sólo tras una entrampada condición: el guerrero tendría que pelear contra muchos otros caciques enemigos, una vez derrotados todos los reinos vecinos, el engaño se hizo evidente, el rey exigía ser igualmente derrotado.
La princesa, de pie entre ambos para evitar el enfrentamiento, rogó a su amado que se fuera: No quiero ser la responsable de la muerte de ninguno de los dos. Si mi padre gana, te pierdo para siempre.
Si tú sales vencedor, no me casaría contigo, llorando hasta formar el lago.